La superficie terrestre sufre la acción de la lluvia, el viento y los cambios climáticos, que en forma aislada o conjunta la van perjudicando, degradando, provocando su erosión o desgaste. Si es provocada por el viento, se denomina erosión eólica, si la causante es el agua, se llama erosión hídrica. Estos son agentes erosivos naturales; pero su máximo perjuicio lo causan con la ayuda humana, porque el hombre contribuye a potenciarlos, con sus inadecuadas prácticas agrícolas, que pueden llegar a convertir suelos que eran fértiles en desiertos (desertización).

De esta manera los suelos se pierden para su aprovechamiento, sumándose prácticas también nocivas, como la tala de árboles, ya que al quitar los árboles, la lluvia golpea el suelo directamente, y no en forma leve como ocurriría si las copas de los árboles amortiguarían la caída; y así la lluvia brusca le va quitando sus nutrientes o la materia orgánica de su superficie, que el agua va a arrastrar.

La erosión del suelo puede ocasionar que éstos se desplacen, especialmente si no hay raíces que lo impidan, a causa de la deforestación, y así estos suelos se mueven muchas veces hacia fuentes de agua, como ríos o arroyos, siendo perjudiciales para la vida de los peces que allí habitan.

Otra práctica humana contraria al medio ambiente es el pastoreo excesivo, que aniquila la cobertura vegetal y lo vuelve vulnerable; lo cual amenaza con terminar con la fuente alimenticia por excelencia del planeta: la tierra.

Quien cultiva debe hacerlo de modo racional y responsable, practicando agricultura sustentable, con rotación de cultivos, uso de fertilizantes adecuados y evitando incorporar al suelo productos nocivos y contaminantes.